Por Ec. Enrique Szewach

El sistema impositivo argentino es “hijo” de dos padres, la necesidad permanente de cubrir un gasto púbico creciente e ineficiente, y los avatares de la política “federal”.

Respecto de lo primero, la presión impositiva está en niveles récords, de la mano de casi 200 impuestos diferentes, incluyendo niveles absurdos del impuesto al trabajo y la más absurda todavía imposición a las exportaciones. (En un país siempre necesitado de generar dólares para financiar la inversión y el crecimiento).

Respecto de lo segundo, un grupo de provincias (mayoritariamente las del norte argentino), viven del reparto de los impuestos federales, principalmente IVA y Ganancias, y distribuyen esos fondos con clientelismo y empleo público, y lo complementan con impuestos locales, transformando sus fronteras en verdaderas aduanas interiores. Las provincias más grandes, que reciben menos reparto y tienen más actividad privada, para financiar su propia expansión de gasto e independizarse políticamente del gobierno central, han recurrido, principalmente, al Impuesto a los Ingresos Brutos, un impuesto distorsivo si los hay, porque es lo que llamamos un impuesto en cascada, que se suma en toda la cadena de producción, en los insumos, luego en los productos, luego en el flete, luego en el comercio minorista, etc. y las alícuotas no son menores, hasta pueden llegar, según producto o servicio, al 10%.

En este contexto, el gobierno del presidente Macri, en el 2017, llegó a un acuerdo con los gobernadores para instaurar un cronograma de reducción del impuesto a los ingresos brutos, hasta su eliminación y su reemplazo por otras alternativas (un impuesto a la venta final, como el “tax” que se suma a los precios minoristas en Estados Unidos, por ejemplo) y cambios en el reparto del impuesto a las ganancias. A su vez, también se instrumentaron algunas rebajas del impuesto al trabajo, para ciertos niveles de empleo.

Lo que se intentaba era ir, gradualmente, a un esquema impositivo más parecido al que rige en muchos países exitosos: un impuesto a las ganancias bien diseñado, para que sea progresivo y con alícuotas razonables, un impuesto provincial a la venta final, reemplazando ingresos brutos, bajos impuestos al trabajo, y la eliminación de cualquier impuesto a la exportación.

Por supuesto, para que este esquema tuviera éxito era necesario no sólo un acuerdo político sobre los impuestos, si no, y fundamentalmente, un acuerdo político sobre el gasto público, nacional, provincial y municipal. Como ese acuerdo no se produjo, la única forma en que se pudo equilibrar el presupuesto fue con inflación, licuando el gasto en jubilaciones y con baja obra pública.

El gobierno del presidente Fernández, por sobre un gasto público récord, sin reformas, tuvo que enfrentar, además, el gasto por la pandemia, y la caída de la recaudación por el mismo motivo. La “solución” fue reponer impuestos a las exportaciones, y ahora dar marcha atrás con la rebaja de ingresos brutos y con una demagógica y mínima reducción del impuesto a las ganancias para asalariados de ingresos altos que, generalmente, no votan al oficialismo actual.

En otras palabras, sin reforma al gasto, en año electoral, avanza la contrareforma impositiva. Impuesto a las exportaciones, más ingresos brutos en las provincias, menos impuesto a las ganancias para algunos, pero más impuesto a las ganancias a las empresas, y además, bienes personales y el “impuesto a la riqueza”. Pero como todo esto no alcanza para financiar el gasto de este año, más Banco Central emitiendo, es decir más inflación que es más “impuesto a la pobreza”. Lo paradójico es que aquéllos legisladores y gobernadores que apoyaron la reforma de Macri, ahora apoyan la contrareforma de Fernandez.

Sin reforma del gasto, no hay reforma impositiva que dure.

En síntesis, con este sistema impositivo, menos competitividad, menos inversión, menos empleo, más inflación y más economía en negro para evadirlo.